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Usuario Experto
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Las relaciones humanas, especialmente las establecidas bajo un vínculo sentimental, tienden a entenderse de ordinario en términos monopolísticos, lo que da lugar a que en su seno casi siempre opere la exclusividad como moneda de cambio. "Es mío/a". "Sólo a mí puede quererme". "Si resulta que va a querer también a otro/a, mejor que a mí ya no me quiera". Esta monopolística codicia puede en algunos casos alcanzar límites aberrantes, como, por ejemplo, hacer que el presente retroceda hasta abarcar también al pasado y, con él, toda la pléyade de amoríos, idilios, romances y rollos varios que hubieran podido acaecer en su devenir, llegando al extremo que la sola mención de las personas que protagonizaron dichas relaciones pretéritas termine de algún modo convirtiéndose en tema tabú delante de la actual pareja de turno. De esta forma, la mera reseña oral de un "recuerdo cómo en cierta ocasión mi Paco..." puede desencadenar en ocasiones toda una tempestad de consecuencias imprevisibles, incapaces que parecen algunos o algunas de aceptar que tuviese su actual media naranja una más o menos pasada etapa donde bebiera los vientos por un tal Francisco (o una tal Francisca) de turno.

Y es que los demonios de la discordia, traviesos y burlones por antonomasia, tienden a empoltronarse en los lechos conyugales para urdir desde allí toda clase de tretas y conseguir de ese modo que un buen número de relaciones terminen resbalando por los desagües del desamor, sirviéndose para tan avieso propósito de un arma arrojadiza tan eficaz como son los celos, en especial si estos adquieren la categoría de recalcitrantes, celos para los que supone un excelente caldo de cultivo la mencionada exclusividad monopolística que sirve de sustento a la tradicional noción de pareja.

No deja en todo caso de resultar curiosa esta manera excluyente de querer, por todo lo que tiene de franquicia, en cuanto a que el afecto pareciese quedar constreñido por norma a los componentes formales de la relación, a los firmantes del convenio por decirlo de algún modo, sin que pueda extenderse más allá de sus fronteras de carne y hueso, y ello por más que en el fondo esta fórmula restrictiva incremente en realidad los riesgos de quebranto, toda vez que, no nos engañemos, toda clase de asfixia, incluidas las voluntariamente aceptadas, termina a la postre por llevar a la víctima a impetrar en demanda de oxígeno. Tal vez, como sostienen al parecer ciertos eruditos, este tipo de conducta venga de algún modo implícita en el propio mapa genético del ser humano, en ese instinto darviniano que nos convierte en depredadores y, por tanto, tendentes a acapararlo todo con exclusividad, predisposición que, por su misma inercia, habría terminado extendiéndose al resto de los planos de la existencia, incluido, como no podía ser de otro modo, el referido al lecho amatorio.

Así las cosas, resulta bastante notorio que en la sociedad actual son pocos los que aceptan amar sin reciprocidad, sin equilibrio y sin, por supuesto, compromiso de exclusividad. Es decir, amar tan sólo por verdadera voluntad de hacerlo, por puro sentimiento, ajenos a cualquier clase de condición o condicionante. Muy pocos, sin duda.

O quizá no sea cuestión de genética, sino fruto de la inseguridad y de los miedos, esos dos grandes tiranos que en contubernio gobiernan buena parte de nuestros pasos, manteniéndonos bajo su férula obsecuentes y medrosos. Tal vez esa inseguridad, esos miedos, sean los que en el fondo hagan intolerable la idea de compartir los afectos: inseguridad y miedo a que el afecto desaparezca si un tercero o un cuarto se inmiscuye para usufructuar parte del mismo.

Al fin y al cabo, el amor, la pasión y el deseo vendrían a ser algo así como especias con las que todo el mundo, en mayor o menor cantidad, habría de sazonar su vida, pues no en vano otorgan a ésta un sabor mucho más genuino, un sabor profundo y envolvente que ninguna otra logra ni de lejos alcanzar. Ahora bien, pretender polarizar con exclusivo afán todas las especias de un determinado plantío podría a la postre resultar desastroso, por cuanto el fruto acabara agotándose por falta de luz y oxígeno. No hay que olvidar en ese sentido que, como proclama el viejo refrán, la avaricia rompe el saco, siendo que también los sacos donde se almacenan el amor, la pasión y el deseo se hallan sometidos a los peligros de la avaricia.

En fin, foreras y foreros, gozad sabiamente de vuestra vida y, a ser posible, sed pródigos en todo lo que la nutre, incluso en los sentimientos.
 
 

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