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Antiguo 08-Jun-2015  
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Ubicación: en una heroica,muy noble y excelentisima villa del norte del pais
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Expediente 13....o 14...no me acuerdo.....Sadicos ejecutores......

Corria el año de 1926....un tribunal britanico, condeno a un ciudadano a ser arrojado a un estanque, por el simple hecho de haber llamado a otro compatriota "Jack Ketch"....por difamacion.....La condena se ejecuto inmediatamente....

Hasta tal punto llego a la memoria colectiva del pueblo de la Perfida Albion, el recuerdo del nombre y la persona de este cruel y sanguinario Verdugo que durante años trabajo a las ordenes del Rey Carlos II de Inglaterra....

Su nombre real era Richard Jacket....aunque durante sus años de actuaciones fue conocido como Jack Ketch, John Ketch o John Katch.... y no se sabe exactamente la fecha exacta de su nacimiento, pero se presupone que alrededor del año 1630....

Las primeras noticias sobre Richard Jacquet se producen en
1663. Hasta entonces nada se supo sobre este hombre marcado
por un peculiar aspecto físico. Su cuerpo era diminuto y, en consecuencia,
de escaso peso; el rostro, horadado por la viruela, no
disimulaba el odio visceral que manaba de sus vivaces ojillos.

Si amigos, Richard odiaba a la humanidad y eso es algo que debemos
tener en consideración; no conviene perder de vista este
extremo. Su pequeño tamaño y las huellas que la enfermedad
había dejado en él, provocaban sin duda un pésimo sentimiento
hacia esos congéneres que, a buen seguro, se habían mofado de él
durante la infancia y juventud.

El enano Richard comenzó en ese momento de su vida a gestar
inconscientemente una particular venganza contra la sociedad que
le repudiaba. No es de extrañar que se empleara como verdugo de
alquiler para realizar algunos «trabajillos sin importancia»

Richard Jacquet desde 1663 se convirtió en el arma más mortífera
del gobierno inglés. Sus escandalosas ejecuciones recorrieron
el país durante más de veinte años. Los cadalsos donde
actuaba eran los más frecuentados por el populacho. Nadie se
quería perder las payasadas de aquel enano tan sádico y odioso.
En los días previos a la ejecución se podía ver a Richard
paseando por las calles de la ciudad que le había contratado anunciando
el «distinguido evento».

A Jacquet le gustaba la música; él mismo componía dulces cancioncillas donde contaba con profusión de detalles las lindezas que iba a cometer próximamente.
Se podían escuchar estrofas como ésta: «oídme, ha llegado la
mejor medicina para la traición. Soy John Ketch, el que limpia de
traidores a nuestra querida Inglaterra». Así cantaba mientras distraía
a la concurrencia con volteretas y saltitos grotescos. No me
nieguen que, al margen de las vísceras, era todo un showman.

Cuando llegaba el momento de la verdad, el pequeño verdugo
se enfundaba en unas ajustadísimas mayas negras, dejando al
descubierto únicamente la reducida cabeza con el rostro salpicado
de viruela. Los condenados contemplaban estupefactos a su futuro
ejecutor; sospecho que más de uno se fue al otro mundo con una
agria mueca de diversión. Y es que no era para menos. La multitud,
presa del delirio, aplaudía cualquier gesto de Richard.

Éste les mostraba sus hachas, cuchillos y cuerdas, utensilios imprescindibles
para consumar aquella salvajada. Situaba por ejemplo el filo
del hacha sobre la nuca o cuello del condenado sin llegar a cortar la
carne, y posteriormente se dirigía al vulgo como si aquello fuera
un mitin político. El acto se podía prolongar todo lo que el capricho
de Jacquet quisiera. Finalmente, con el visto bueno de las au-toridades allí presentes, terminaba la sangrienta faena. Esto último llegó a ser un molesto problema, dado que, como hemos advertido, Richard Jacquet o John Ketch no era precisamente una mole humana, sino todo lo contrario.

Resultaba trágico y penoso, pues su pequeño tamaño le impedía
asestar golpes de hacha certeros. Por si fuera poco, sus armas no
eran de buena calidad; muchas de ellas se encontraban melladas por
el mal uso, y eso impedía un correcto afilado. Se pueden ustedes
imaginar lo dantesco de aquellas ejecuciones y lo mal que lo debieron
pasar los condenados que caían en manos del diminuto verdugo.
Aún así, nuestro personaje consiguió la popularidad necesaria
para trabajar sin descanso durante algunos años. Pero, «a todo cerdo
le llega su San Martín…».

En 1679 Richard Jacquet alcanzó la cúspide de su infernal
gloria cuando masacró en una sola jornada a 30 hombres condenados
por traición. Lo hizo sin ayuda, provocando consternación y
odio entre los asistentes, los cuales ya no reían las gracias de aquel
psicópata convencido.

En esos años John Ketch –recordemos que éste era su nombre
artístico– había diezmado la población de brujas, conspiradores y
delincuentes de Inglaterra. Los hierros candentes, las sogas y el acero
integraban su especial elenco del horror. Además, su afán por
amasar fortuna lo impulsaba a cometer todo tipo de expolios sobre
las víctimas, llegando a robar los ropajes y las escasas joyas que
portaban en el instante final de sus vidas. John Ketch era un auténtico
carroñero humano.

En 1683 aconteció una de sus más famosas anécdotas. Ese año,
Lord Russell había sido condenado a muerte por diseñar un plan
para secuestrar al rey Carlos II. Conocedor de la terrible fama que
rodeaba al patético verdugo, ajustó un precio con el mismo para que
realizase el trabajo con precisión quirúrgica. Que nadie se extrañe,
pues esto era práctica habitual en una época en la que las cabezas
nobles rodaban por doquier. En consecuencia, el Lord británico indicó
a su secretario particular que entregase a Jacquet diez guineas si el resultado era el convenido.

El verdugo cruel aceptó el difícil reto de «cortar limpiamente» a cambio del dinero. Sin embargo, todo falló una vez más, y tras dar el primer hachazo la cabeza siguió
unida al cuerpo de Lord Russell. Éste, movido por la eterna flema inglesa, volvió
su rostro para espetar irónicamente al enano: «Oye, cabrón, ¿te he dado diez
guineas para que me trates tan inhumanamente?».Jacquet,
sonrojado por la humillación del mal trabajo, tuvo que golpear tres veces más hasta conseguir separar la cabeza del tronco. Fue horrible y sangriento.

Casos como éste se repitieron constantemente en la vida de Richard Jacquet.
En 1685, el duque de Monmouth ofreció seis guineas a Jacquet por idéntico esfuerzo, en esta ocasión fue peor, dado que el noble recibió cinco hachazos y, finalmente, su cuello tuvo que ser cortado con un cuchillo. John Ketch estaba tocando fondo. Pocos querían contratarlo y su afición a la
bebida le mantenía borracho la mayor parte de los días. En 1686
fue a la cárcel por una deuda, y cuando salió del presidio lo
celebró matando a golpes a una prostituta, lo que motivó su condena a muerte en noviembre de ese mismo año.

El ahorcamiento de Jacquet fue lamentable como su vida. Su escaso peso hizo que estuviera pataleando durante diez minutos hasta morir. Nadie lloró por él, y ahora lo lsufren en el infierno…

Esta Maravillosa historia y muchas mas se pueden encontrar en los archivos sonoros de Juan antonio Cebrian de la pagina web de La rosa de los Vientos de Onda Cero, www.32rumbos.com....un ambiente sonoro, musical y de voz majestuoso.....altamente recomendable....
 
 

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