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Antiguo 29-Apr-2008  
Usuario Experto
 
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Dicen los cabalísticos que el arte de invocar a los ángeles no es del todo recomendable, pues al llamarlos y someterlos a tu presencia en el plano terrenal quién se aparece no es el ángel blanco sino su doble negro, su sombra, su extensión negativa. Valga que lo que se presenta, si fuera un árbol, sería más bien la extensión de sus raíces en lugar del tronco con sus ramas, sus hojas, sus flores y sus frutos. Sólo una vez invoqué a un ángel, y resultó ser más bien pequeño si no canijo, renegrido, farfullador, metiche, sucio y grosero, canso hasta la extenuación, bravucón en las maneras y pusilánime en los hechos. En poco más de dos días me cambió de lugar los muebles del salón, con poca gracia o más bien ninguna; me robó el pasaporte e intentó venderlo por teléfono llamando a más de veinte sitios; se puso buena parte de mi ropa, mandó coser dobladillo en los bajos y acortar cinco pares de pantalones que ahora resultan inservibles o ridículos si me los intento poner; mató quince de mis treinta gallinas más el gallo; me llenó de letras raras una de las paredes del dormitorio que aún, tras dos capas de pintura acrílica mate y una tercera satinada, se resisten a desaparecer; molestó a los vecinos una noche sí y otra también dejando caer de madrugada todas las monedas que llevaba en el bolsillo y corriendo arriba y abajo por las escaleras; se bebió y comió todo lo que había en la nevera, más buena parte de la despensa; rompió dos cristales de ventana, la mesa de cristal del comedor y un jarrón pequeño marrón al que tenía en gran estima no por su valor sentimental sino por su valor económico. También secó con su orín dos plantas de interior: una, la palmera que tenía bien crecida, y dos, otra más bien pequeña, de la familia de las siemprevivas, que agonizó tras su marcha durante una semana hasta dejarse morir por puro agotamiento. Cambió los cuadros de sitio, donde estaba el grande puso el pequeño y donde estaba el pequeño puso el grande, sin orden ni concierto, sin buena o mala intención, por el simple hecho de cambiarlos de sitio. Inutilizó dos sartenes quemando azúcar y el fondo de un puchero, que estaba nuevo, rayando el teflón con un tenedor metálico; rompió el frasco del arroz; donde estaba el azúcar puso la sal y el azúcar, aún no sé dónde metió el azúcar. Rompió y deshilachó los bajos del sofá, como si por él hubieran pasado mil perros; arañó los muebles de madera; hizo un agujero en un muro maestro por el que puedo pasar la cabeza; cubrió una puerta entera con estampas de santos sujetadas con chinchetas; lavó al gato; quemó ocho pares de cortinas, rompió la manecilla de otra puerta, marcó con bolígrafo líneas enteras de más de treinta libros y muchas de ellas añadiendo flechas, círculos y frases con exclamaciones; inutilizó tres llaves, siete cucharas y dos despertadores (el uno ahora va hacia atrás, el otro pasa de las siete a las ocho y media y de las ocho y media a las doce); contestó al teléfono cuando estaba en casa diciendo que no estaba en casa e imitó mi voz cuando me encontraba fuera de ella respondiendo cosas personales o íntimas o inventadas para hacerme quedar mal frente al interlocutor del otro lado del teléfono. Arañó los muebles de la cocina, salpicó de pintura para exteriores la colcha y las mantas de la cama. Rompió dos copas. Decoloró con lejía una alfombra que, aunque antigua, lucía bien conservada. Inutilizó la batidora y su vaso medidor mezclador. Se suscribió a tres catálogos de venta por correo. Firmó con mi nombre tres seguros de vida. Me hizo la broma del sobre con las sábanas siete de cada diez de los días que estuvo viviendo aquí (y siempre, hasta el último día, le hacía la misma gracia cada vez que veía que caía de nuevo en su juego). Entabló amistad con una pareja de testigos de Jehová, el uno sordo, la otra coja, que ahora vienen preguntando por él cada quince días y se van pensando que les miento cuando les digo que ya no vive aquí. Llenó de cal la lavadora. Dio mi número de teléfono a media ciudad para que preguntaran por él (y lo hacen sin parar); rayó la superficie de la bañera; rompió el asiento del sillón a puro de tirarse en plancha una y otra vez sobre él. Perforó dos tuberías y obturó la general con papeles de periódico y revistas. Luego se fue y me dejó muy solo.
Publicado por Harry Sonfór
 
 

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