En la ciudad desenterrada estuve
y las hojas de otoño escuché, como pasos
leves de sus espíritus en las calles; y oía,
a intervalos, la voz soñolienta del Monte,
estremeciendo aquellas estancias sin amparo:
el trueno oracular sacudió penetrante,
al alma que escuchaba, en mi alma suspensa.
Conocí que me hablaba la Tierra en su profundo
corazón, mas no oía. Entre columnas blancas
resplandecía el mar, sosteniendo a la isla,
llano de luz en medio de dos cielos azules.
Había en torno mío los sepulcros radiantes,
cuya belleza pura el Tiempo, como a gusto
perdonando a la Muerte, dejó intacta.
Tan claros eran todos los perfiles
como en la mente misma del escultor; y allí
las guirnaldas de mirto, yedra y pino de mármol,
como invernales hojas que moldeó la nieve,
no crecer ni moverse parecían,
sólo porque el silencio cristalino del aire
en su vida pesaba; así el Poder divino,
que lo aquietaba todo, cerníase en la mía...
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