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Acostumbra el tiempo a dejar en su paso un reguero de vivencias en las que más tarde encuentra acomodo la nostalgia, esa que se activa cada vez que damos al interruptor que enciende los recuerdos. De hecho, son estos, los recuerdos, los que en el fondo permiten que de algún modo continúe inmarcesible esa belleza que, parafraseando a Wordsworth, fuese en un momento dado puro destello, la famosa hora del esplendor en la hierba.
Es esa sin duda la razón por lo que en ocasiones, sobre todo cuando uno se encuentra a solas consigo mismo, se rinde al poder de la evocación, que se convierte entonces en una especie de caleidoscopio a través del que van desfilando rostros y cuerpos, besos y caricias que fueron en su momento verdaderas arremetidas de calor, de ese calor tan vital que tiene su foco en las alegrías compartidas, e incluso a veces también en los incendios del desamor, pues también a través de sus tristes llamas se puede activar la añoranza de los momentos previos a la deflagración, aquellos en los que la felicidad se bebían en tazas de plata y oro.
Y es que incluso la melancolía puede llegar a proporcionar calor. Es más, en ocasiones puede hasta ser adictiva, como si ocultase en su esencia algún tipo de elemento psicotrópico.
Es curioso, la melancolía suele alimentarse de soledad y, sin embargo, induce subrepticiamente al encuentro, en especial al encuentro con otras almas solitarias, esas que se buscan entre brumas y penumbras, que se buscan y al propio tiempo se esquivan, evanescentes como el humo en el viento.
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