Ya tenemos aquí, como cada año por estas fechas, a Doña Navidad, con su orfeón de fanfarrias a cuestas y su almibarado rostro dibujando guiños y sonrisas por doquier.
Cantando villancicos llega la muy verbenera, con su inconfundible serón lleno hasta reventar de abrazos y arrumacos, de abetos acicalados con vistosos ornamentos, de pantagruélicas comidas y cenas de empresa, de buenos deseos e inmejorables propósitos, de palmadas en la espalda, corazones expandidos, barbas blancas, gordos vestidos de rojo, amigos invisibles y belenes llamativos.
Ya viene, ya, presta a contagiar al mundo con el virus de la quimérica alegría y la bondad inducida, inoculado como cada año a través de cada beso, de cada abrazo, de cada efusivo saludo a gentes que justo la víspera nos importaban quizá menos que un comino y que, tras la epidemia, curiosamente pasamos a considerar poco menos que hermanos de sangre.
Ya llega, dispuesta a encender de nuevo esa hoguera cuyas llamas flamearán durante algunos días a ritmo de amistad, amor y felicidad eternas, tratando a través de ese ígneo maquillaje de ocultar tal vez todas las injusticias, rencores e infelicidad que el resto del año se muestran con toda su impudicia.
Se evaporan las rencillas y, como enajenadas, las voluntades se enlazan mientras dura la epidemia, y cantan y ríen al compás de las panderetas y zambombas, para luego, pasada la plaga, retornar cada cual a lo suyo, hastiados y frustrados, a sus enconos, a sus penas, a sus sinsabores y miserias, absorbidos por otras fechas del calendario con otros requerimientos distintos.
Felices fiestas a todos y que las disfrutéis tanto como podáis, sepáis u os dejen