Fijaos en lo feliz que sería una araña macho limitándose a fabricar su sérica tela en cualquier esquina, acoplarse luego en el centro de la misma y aguardar allí con paciencia a que algún apetitoso insecto caiga en la trampa para hincarle el quelícero. Y así una y otra vez, hasta el fin de sus días...
Y sin embargo esa vida cómoda no le es posible, puesto que la araña macho posee un instinto en cierto modo semejante a la calentura masculina, un instinto que le impele a no degustar tan apetitoso bocado, sino, por el contrario, embalarlo de una forma ostentosa, arrastrarlo luego con titánico esfuerzo hacia la tela de una araña hembra cuyas dimensiones físicas vendrían a ser entre dos y veinte veces superiores a las suyas propias, brindárselo como obsequio y, finalmente, mientras ella desenvuelve el regalo, echarle un polvete rápido antes de que el hechizo se desvanezca y él mismo (la araña macho) pase a formar también parte del menú.
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