Cuentan que concluida la guerra de Troya, cuando ya la bella Helena tornaba de nuevo con su esposo, el bravo Menelao, a la sazón rey de Esparta, muchos de los suyos se compadecían de ella porque entendían que había sido en realidad engañada por Paris. Fue tan exasperante para ella esta condescendencia ajena que, pese a su natural carácter tímido, terminó por replicar enfurecida que nada más lejos de la realidad, que si volviera de nuevo el tiempo atrás, una y otra vez escogería a Paris, mil veces, todas las veces del mundo, y lo escogería no por ser el hombre adecuado, ya que era consciente y reconocía que el hombre adecuado para ella era su marido Menelao, sino porque entendía que toda su vida se justificaba por aquel breve periodo de tiempo que pasó junto a Paris, que había nacido para eso y todo lo demás resultaba secundario, de modo que no se arrepentía de haberse fugado con él, todo lo contrario: lo haría siempre que pudiera, por más que supiese de antemano que aquella relación estaba condenada al fracaso.
En suma, que el hecho de que Paris valiese menos que Menelao nada importaba, pues dejando a un lado la influencia que tuvieron los dioses en su historia (dioses que en un momento dado pueden ser sustituidos por destino, azar o cualquier otro imponderable), lo cierto es que Helena amaba a Paris, y lo habría amado por encima de todo, aunque su propia vida le fuese en ello.
Quizá radique en esto la fuerza de aquello que llamamos amor, en esa obstinación por vivir intensamente momentos inolvidables junto a la persona amada, independientemente de que ésta sea o no la adecuada, independientemente de que esos momentos duren un segundo o una eternidad, independientemente de los albures del tiempo y la distancia e independientemente de cuál sea a la postre el resultado.
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