Criada en un hogar marcado por carencias, ahora, a mis 25 años y después de tres años de relación, mi pareja expresa su deseo de ser padre. Aunque coincido con él en que mi edad es adecuada, me embargan emociones encontradas al pensar en la posibilidad de ofrecerle a mi futuro hijo aquello que a mí me faltó. Surge en mí una tristeza y envidia al contemplar la idea de que mi hijo podría tener una vida y felicidad que yo siempre anhelé pero que nunca experimenté. La paradoja radica en que, aunque amaría profundamente a mi hijo, cargaría con una frustración constante. He leído sobre madres que, habiendo crecido en circunstancias precarias, sienten la necesidad de dar a sus hijos lo que ellas mismas no tuvieron, como una forma de sanar. Sin embargo, mi situación no encaja exactamente en ese patrón.
En este momento, me debato entre estas emociones complejas y seria un gran sacrificio porque lo envidiaria por el resto de mi vida, no me planteo hablarlo con el aun puesto que creera que soy un pesimo ser humano.
|