De niños lo normal es tener la cabeza llena de pájaros y soñar con convertirnos en el futuro en aquello que más nos pudiera ilusionar en cada momento concreto, no en vano durante la infancia la vida se presenta aún como un libro de páginas en blanco, sin borrones ni censura, y la imaginación se entretiene en rellenarlas a cada instante. Yo recuerdo que a lo largo de esos tiernos e ingenuos años pasaron por mi cabeza multitud de disparatados porvenires: quise ser en un momento dado astronauta, en otro buzo, en otro futbolista, en otro cazador de leones, en otro indio sioux, en otro piloto de aviones supersónicos, en otro explorador del Polo Sur... Desde luego habría rechazado con aversión un futuro que me pintase en el seno de un trabajo que me situara cada mañana dentro de un cómodo despacho firmando papeles y un cotidiano trayecto de ida y vuelta donde la acción más arriesgada fuese si acaso la de cruzar la calle por donde no hubiera pasos de cebra.
Pero así es la vida, a medida que uno crece las utopías van desapareciendo conforme a su naturaleza evanescente, se toman decisiones, se eligen unos caminos y se rechazan otros, languidece el deseo de ascender más allá de las estrellas o descender a las más abisales simas marinas, se impone la realidad de que uno nunca pateará el balón como Messi o Cristiano, ni nunca cazará leones devoradores de hombres en selvas remotas, y, entre otros muchos más proyectos frustrados, el Polo Sur termina convertido en el frigorífico de la cocina, más allá del cual pocas expediciones gélidas se antojan factibles... La realidad se impone, sí, y con ella sobreviene la lucha por abrirse huecos en la vida: estudiar una carrera, formar una familia, comprarse una casa... Porque al final, nos guste o no, todos o casi todos los caminos conducen a Roma, por más que Roma sea a menudo un coñazo de cuidado.
Resulta todo tan acomodaticio que en ocasiones dan ganas de decir basta y huir, huir lejos y hacerse si acaso bucanero, otro de los sueños, por cierto, más recurrentes de la infancia. Pero bucanero de los de antes, de los del parche en el ojo, pañuelo en la cabeza y loro sobre el hombro, un bucanero sanguinario de esos que paseaban a sus enemigos por la tabla y los arrojaban a los tiburones, de los que se emborrachaban en interminables francachelas y bajo las arenas de las playas escondían tesoros tan fabulosos que su fulgor hería los ojos. Un pirata de esos quisiera a veces uno ser, surcar mares lejanos, lejos de todo, de compromisos, de responsabilidades, de rutinas, tener el cielo por techo y el mar por horizonte mientras se canta aquello de "quince hombres en el cofre del muerto, jo, jo, jo, y la botella de ron..."
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