Salí antes un rato a la terraza y tuve que meterme en casa de nuevo echando leches, ya que hacía un frío terrible, como si te lanzasen un montón de alfileres que se clavasen en el rostro, un frío de esos que se introduce por los polos de la piel y hace que se te congele hasta la sangre.
Lo cierto es que aborrezco el frío. No me gusta nada, absolutamente nada. El frío me descompone, me encoge, me vuelve agrio, huraño y malhumorado.
Cuando hace este frío suelo además evocar un relato de Jack London donde se narra la muerte de un hombre que queda atrapado por una horrible cellisca; resulta desde luego impresionante la lenta agonía del personaje, una agonía cruel y amarga que se prolonga mientras sus ojos no dejan pese a todo de admirar la desolación del circundante paisaje, los ríos helados, los árboles transfigurados en cristal, aquel inhóspito mundo blanco que, paradójicamente, vino a antojársele en su último suspiro de una fascinante y arrebatadora belleza.
Pero en tanto me llega también a mí ese último suspiro (que confío en que, al contrario de lo que le sucedió al personaje de London, no sea por congelación), me reafirmo en mi aberración por el frío, con todo lo que éste trae consigo, los ojos velados, las orejas tiesas como antenas, acorchadas las mejillas, y las manos tan desapaciblemente agarrotadas que apenas si te permiten sostener en ellas un trozo de papel.
Pues eso, que no me gusta el frío; no me gusta el invierno. Lo odio