Los recuerdos tienden a hacernos caer a menudo en las trampas de la nostalgia, cuyo sabor agridulce viene a actuar al modo de esos narcóticos que te dejan como suspendido en el aire, impregnado de una sensación perezosa que viene envuelta dentro de un estado de falso bienestar. Es bueno dejarse arrastrar a veces por tal sensación y, en consecuencia, abandonarse a esa delectación que subyace tras el suave mecer de los recuerdos dentro del cerebro. Sin embargo, abusar de ellos tiende a ser contraproducente, pues no en vano recrearse demasiado en el pasado puede provocar desatender como es debido al presente, que es el que verdaderamente importa.
Lo importante es seguir fabricando recuerdos y disfrutar sobre todo del momento en que estos se generan, pues eso es lo que se llama vivir, sin perjuicio de que, como acabo de decir, de vez en cuando se abandone uno a la férula de la nostalgia. El cerebro funciona en ese sentido como si fuese un palimpsesto, en cuanto a que a medida que se vive se van unos recuerdos sobrescribiendo sobre otros y con frecuencia borrando los que ya no aportan nada.
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