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Antiguo 19-Jul-2018  
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El Inicio

Fui un desastre con las mujeres, y esa clase de retos atraen al destino. Llegué a conocer una buena lista, y fue en la primera, cual Enrique VIII, que ya se me había brindado el verdadero amor. Aún no estábamos preparados, y hubo que dar una gran vuelta de acontecimientos y circunstancias para consolidarnos.
La conocí de adolescente. Sabía quién era porque de niño había ido al mismo colegio. Las casualidades ya jugaban con nosotros con ironías simpáticas que pocas personas saben apreciar. Hubo química, pero ella era la novia de mi mejor amigo. No pensé jamás en ella como una persona a la que deseara más allá de la amistad, pero hay cosas que son inevitables. Mi primer beso fue con ella, así como años después mi primera experiencia sexual. Cuando lo del beso ella aún estaba con mi amigo. Sencillamente surgió, era inevitable, hasta las personas de alrededor lo notaban. No se puede detener la inercia de dos fuerzas que se atraen, dos imanes cumpliendo su lógica apartados por una circunstancia que se cansó de retener. Después de aquel beso, en realidad nada cambió. Mi amigo y ella terminaron su relación por cuestiones ajenas, y sin embargo no volvimos a besarnos hasta años después.
La vida insistió, y fuimos compañeros de piso allá en La Vieja Ciudad. Sin embargo fue extraño, lo que tenía que ser no surgía, quiero creer que por el estrés de tener ambos un nuevo tipo de vida. Alrededor había gente, pero no resultaban un impedimento como en El Pueblo, el lugar donde nacimos. En teoría estábamos juntos, pero no sucedía nada. Un buen día, el más genérico que uno puede concebir/vivir, sin acordarlo fuimos juntos a la cama y lo hicimos por primera vez. No volvimos a hablar de ello, no hubieron más besos, las semanas trascurrieron y ella desapareció, o mas bien la alejaron de La Vieja Ciudad. Quedé solo paseando por un laberinto de calles que el tiempo cinceló hasta hacerlas perfectas. El viento sonaba de otro modo, el frío me acariciaba con los rayos del sol. Aquel silencio nunca tuvo interpretación, era una sensación que nunca supe definir de la que quiero creer que ella también sintió.
Fracasado, regresé a El Pueblo. Si tengo que definirlo con metáfora, un agujero negro es lo más acorde. Allí tengo una mácula de la que no conozco el origen. La gente es endogámica socialmente hablando, y rezuman un elemento sin definir de sus interiores (a la mente me viene una mezcla de tonos verdes y morados). Tal verdad sólo pude comprenderla tras vivir en La Vieja Ciudad y tiempo después en La Ciudad Nueva. En ésta cada uno va a su vida, tienen su estilo y les da igual los demás. Viven en burbujas que limitan el mundo, y uno se siente solo hasta en el concurrido metro. En La Vieja Ciudad uno es siempre bienvenido. Hay risas a diario y no existe ningún mal, ni la alergia. Quise creer que por perspectiva pensaba así, pero en tal ciudad todo el mundo me quiere y no me hace sospechar. En mi tierra natal me siento hostil sin saber el porqué, sumada la incertidumbre de las actitudes hacia mi persona que jamás surgirían en la que ahora considero mi verdadera tierra, donde pienso ser enterrado. El olvido es el único castigo que se me ocurre para El Pueblo. La mejor manera de defender mi postura es por el tipo de lágrimas que he vertido en cada lugar: de incomprensión donde nací, de belleza en la antigüedad de la ciudad donde habito.
Pasaron los años y supe de ella de forma intermitente. Contactábamos por mensajes que no continuaban, meras formalidades de saber cómo nos iba. De mientras, conocí a otras mujeres con las que mantuve amistades irregulares. Mi subconsciente siempre estuvo a la defensiva, siempre tuve la impresión de un egoísmo por parte de ellas con respecto a mí. Sin embargo las adoraba como a diosas. A una religión se le ovaciona sin miramientos, aunque la deidad jamás responda. Soñaba cada cierto tiempo con diferentes ojos y sus miradas, con diferentes carnes y temblores. Todo idilio, jamás pasé la línea de la penetración con ninguna de ellas, y eso que hubo complicidades, confesiones, juegos típicos de adolescentes que se niegan a crecer. Me estaba vetado profanar el alma de ninguna de ellas, recibiendo a cambio el placer del conocimiento junto al aprendizaje de la ambigüedad.
Noto que con la mayoría de personas no recibo sinceridad, quizá por compasión, siendo mi mayor defecto el sustraer sin pretenderlo lo peor de cada persona. Todo el mundo, por muy bueno que aparente, tiene un interior, y mi actitud lo sabe extraer tarde o temprano. Nadie teme dañarme, soy inofensivo, y eso me ha enseñado que la naturaleza humana no es pura. Tal reproche constante de la sociedad me recluyó y me produjo una depresión en forma de dos líneas verticales y rojizas en la piel. Ya sabes. A la larga comprendí que era culpa de la mentalidad de El Pueblo, pero era imposible percatarme con aquel nivel de ignorancia que poseía.
Estaba encerrado por partida doble, y aquella negatividad que manchaba mi mundo, que lo retorcía, le hizo daño a ella. Volvimos a encontrarnos, pero enseguida la espanté, la traté sin cuidado. Se alejó, moviendo el destino su ficha para que ella pudiese volver a La Vieja Ciudad: recibí mi castigo divino cual tragedia griega. Esta vez la distancia fue real, ya no supimos nada el uno del otro. Ella seguía su verdadero camino, yo me quedé varado en un rincón de la realidad donde permanecí estático. Me fue imposible contar los días, es una época engullida en la memoria. Me sentía culpable a diario, y tuve que aprender que jamás he tenido culpa de nada. De nada. Jamás.
Las lágrimas como monedas de plata sirvieron de pago a la muerte. Se me permitió vivir, pues hasta la miseria tiene su redención (si acaso no son dos caras del mismo concepto).



El Nudo

Cómo es el destino. Es la trama de la inconsciencia que prepara el terreno con acciones propias que no analizamos. Llegué a una estabilidad emocional que me permitió conocer a gente. Chicas, todas preciosas según mi antojo modificador de la percepción del momento, todas perfectas según la ocasión. Después, la desilusión que cada vez dolía menos por rutina, y hasta llegué a probar con hombres, descubriendo que es fácil llegar lejos con ellos, lo que esa frialdad me desanimaba a estar con alguno. Eso me ayudó a comprenderlas, a entender mejor los rechazos y las buenas palabras por compromiso. Quizá era un capullo más de tantos, debía cambiar, por ellas, por encontrar la felicidad amorosa de una vez. Algo debí hacer bien, pues conocí a la que es la persona con la que más he profundizado si no contamos a ella. Fue un idilio perfecto, cuadrado, impecable… en la distancia. Sin embargo no me arrepiento, fue mi lección final antes de comprender qué significa amar. Llegó el momento de conocernos y todo se derrumbó. Ambos habíamos pintado la gris realidad y descubrimos que no hay pintura que no desaparezca o se descorche. Fracturación emocional, pero fue el punto y final antes de la madurez personal.
Y entonces lo hice, tras tantos años, tomé la iniciativa que tanto tiempo estaba esperando. Fui al andén y, al contrario de lo que suele suceder, allí estaba el tren. La ocasión es fugaz, pero las verdaderas oportunidades te esperan a ti. El entorno sonrió, y supe que era el destino diciendo “Ya era hora”.
Volví a contactar con ella. Nos pusimos de un modo natural a hablar a diario. Tiempo después, regresé a vivir a La Vieja Ciudad, donde permanecimos cumpliendo lo que debía ser.
Ella también había conocido a otras personas, y un periodo de alejamiento de El Pueblo y de didáctica soledad la habían cambiado tanto como a mí. Sin embargo, lo esencial, lo que compartíamos como gemelos, permanecía. Eran nuestras esperanzas, tan jóvenes y que al final se descubrieron como lo contrario a ingenuas. Siempre lo habíamos sabido, pero no estábamos preparados hasta ese momento.
Cometí entonces la clásica locura por amor, lo dejé todo, trabajo incluido, y me lancé a buscar una nueva vida en el mismo lugar donde no me había funcionado. Estaba cometiendo el mismo error, creé rencillas en mi familia, pero se lo debía a ella; nos lo debíamos. Si lo hice fue porque nuestra profunda relación como personas no había cambiado, se mantenía igual. El tiempo no nos había afectado, y supimos perdonarnos los errores con facilidad en pos de lo que tenía que ser. En El Pueblo se acentuó nuestra letra escarlata, el supuesto pecado ahora era real y ya no éramos bien recibidos aunque nos tratasen como de costumbre, cenas en casas incluidas. La hipocresía llegaba a un nivel que hacía daño, y comprendí que había otro aspecto que también nos unía, ese odio incierto hacia nuestra persona por un hecho que nunca supimos de su origen. Hay gente que simplemente odia o tiene manía, y quizá es un poco de soñador descuidado pensar que provocábamos envidias debido a la unión o química real que siempre habíamos tenido. Ahí estábamos, tras malentendidos y distanciamiento; tras dolor real y pasotismo sin miramientos, tan unidos como si nada, queriéndonos y expresándolo al mundo esta vez en voz alta. Gradualmente fuimos cada vez menos de visita a El Pueblo. Lo castigamos con el olvido, transformándose el líquido de nuestra esencia en la del lugar donde vivíamos ahora y que llamamos con la mayor naturalidad nuestra tierra natal.
Mal vivíamos, pero no nos dábamos cuenta por lo felices que éramos. Por mucho amor real que ahí hubiese, los defectos personales de cada uno hacían estragos, pero continuábamos, pues ya habíamos superado la peor prueba de todas. Eran nimiedades, aunque reconozco que eran muros cuando, con el dinero justo, hubo consumismo y caprichos innecesarios, así como problemas prioritarios como la salud de ella. En el fondo ambos ya imaginábamos qué iba a suceder, quizá desde los primeros días de conocernos, pero continuamos. La salud de ella jamás había sido buena, y nuestro interior compartido lo sabía, pero seguían agarradas nuestras almas. Eso permitió el nacimiento de nuestra hija.
La pequeña nos dio la lección de ser más prudentes, de derrochar sólo en pos de ella. Fueron los días más felices, imposibles de mejorar. Cuando mi hija nació, mi alma gemela quedó más grave en salud. Ya era algo mayor como para tener hijos, y eso agravó su problema. Duró lo suficiente para escuchar y ver andar a la niña. Juro que murió con una sonrisa en la cara, imagen que recuerdo cada día de mi maldita vida. Creí que yo también iba a morir el mismo día, pero mi hija fue el ancla que me mantuvo, que aún me mantiene, que ayudó a que no muriese deshidratado de lágrimas, que no me quedase sin voz para siempre aquel día en el hospital.



El Desenlace

Soy padre viudo. Eso atrae a ciertas mujeres, ya ves. Ligo más que nunca, pero este deseo tardío de adolescente no me interesa. Ten cuidado con lo que deseas, supongo. Prefiero seguir sin mitad, siendo la figura materna para mi hija la que es mi mejor amiga aquí en La Vieja Ciudad, la persona que se ha ganado tal derecho cuando le ofreció en su momento a mi compañera sentimental ir a vivir allí, lo que me arrastró en el buen sentido a probar esa nueva vida que terminó de definirme. Ambos, que ya nos conocíamos y teníamos todas las piezas en disposición de ganar, no terminamos de concluir la relación si no hubiese sido por esa persona que movió hilos.
Sin embargo, no sabría decir si soy feliz. Infeliz no soy, para nada, tengo mis fotos, los recuerdos y un lugar lleno de flores. Pero sobre todo tengo a la niña, que sonríe que da gusto. Feliz tampoco soy, pero creo que es lo menos importante en estos momentos de mi vida.


Esa es mi historia.
 
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