Esta tarde llueve en Madrid. No demasiado, aunque sí lo suficiente para empaparte si te sorprende en la calle sin paraguas. A mí no me gusta nada la lluvia, actúa sobre mí por un lado a modo de freno, paralizándome a la hora de llevar a cabo cualquier actividad fuera de los muros protectores de la casa, y por otro como desencadenante de melancolías. Menos aún me gusta llevar paraguas, algo que me incomoda muchísimo, por lo que en días como el de hoy procuro, si es posible, no salir. De hecho, tenía pensado ir a dar un paseo, pero al final veo que me quedo en casa.
No, definitivamente no me gusta esta clase de lluvia otoñal... Otra cosa, sin embargo, es la lluvia en verano, esos chaparrones repentinos que a veces se derrumban en mitad de alguna tarde de calor bochornoso, una de esas tardes vaporosas, sofocantes, tórridas y henchidas de espejismos que acostumbra a traer la canícula. Nada que ver este tipo de lluvia exuberante con esta otra acerba y fría que nos trae el invierno.
Confieso que esos turbiones estivales sí que me gustan, incluso me llega a embargar una cierta sensación voluptuosa al percibir cómo las gotas, salvajes en su acometida, van calando la ropa hasta empapar la piel. Es como si el agua te metiese mano a lo bestia. Entran de hecho ganas de abrir los brazos y extender el rostro hacia el cielo para que sobre él golpeé, impetuosa, de pleno el agua. Ya, ya sé que suena peliculero, que esas cosas están reservadas a las películas de Fred Astaire y similares, pero qué queréis que os diga, me resulta una estampa hechicera. No sé, imaginaos en una de esas tardes de verano, lloviendo a mares, en mitad de una plaza, si es posible junto a una fuente, los brazos estirados, mirando hacia arriba y sintiendo el chorrear del agua sobre vuestro cuerpo caliente. ¿No os resulta seductor?
Pero ahora no, ahora por desgracia tenemos esta lluvia agria y fea, lágrimas de arpía, incordiantes y desagradables como ellas solas
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