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Usuario Experto
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No sabía si colocar este desahogo mío por aquí dado que me habría encantado encontrarme un hilo con historias de flechazos, pero al no haberlo y dado que de haber sido se habría tratado de un amor a distancia, he decidido que este podría ser un buen lugar. Voy con la historia (y aviso que voy a explayarme por lo que entenderé que alguien la use para combatir el insomnio).

A lo largo de mi vida me he enamorado muchas ocasiones: a veces ha sido intenso, a veces ha sido leve, a veces ha sido por un periodo largo, a veces ha sido por breve tiempo. Pero, de todas esas ocasiones, hay una que, treinta años después (y con esto no exagero ni trato de generalizar cifras porque justo ayer se cumplieron treinta años) aún no logro quitarme de la cabeza.

Fue en Agosto de 1993. Iba a poner alguna Efemérides para tener algo de contexto, pero fue un verano bastante tranquilo aquí en España; así que diré que fue el año tras las Olimpiadas de Barcelona, el año tras la Expo de Sevilla y el año en que se destapó el crimen de Alcasser... Aunque me resulte algo macabra esta última referencia ahora que la leo he decidido dejarla porque este caso nos tocó mucho: Estas chicas desaparecieron durante en verano en un pueblo de Valencia cuando salían de fiesta; y es que eso era exactamente lo que nosotros hacíamos a lo largo de todos los fines de semana de los veranos en el pueblo (aunque, en mi caso fuera en Extremadura) ese verano nos dimos cuenta de que podría haber pasado allí mismo y que ellas podrían haber sido amigas nuestras.

Los “boomers” de por aquí, que hayan veraneado en cualquier pueblo del interior, saben de lo que hablo: Entresemanas interminables pasando calor (ni siquera piscina teníamos), paseando con las bicicletas al río y esperando a que llegase el fin de semana para darlo todo en la discoteca del pueblo, como era de esperar de gente en la franja de los 16 a 18 años. Pues bien, el domingo 15 de Agosto de 1993 eran las Fiestas del Emigrante y eso era lo que nosotros precisamente éramos: hijos de emigrantes que abandonaron el pueblo para repartirse por toda la península; algunos a Madrid, otros a Barcelona, a Bilbao, a Sevilla… y unos cuantos foráneos. Y dado que para esas fiestas estábamos casi todos (las fiestas grandes eran a mediados de septiembre pero con el comienzo de las clases éramos pocos los que nos quedábamos hasta entonces) decidimos adoptarlas como fecha clave del verano.

Nuestro territorio de celebraciones transcurría entre la plaza del pueblo, donde estaban nuestros padres (a los que acudíamos para pedir dinero y poder prolongar la noche), los coches de choque (que sólo venían a las fiestas del emigrante porque Mérida también celebraba algo en septiembre), la discoteca del pueblo (el centro neurálgico que sólo abría la terraza-disco de verano y mantenía en total penumbra la parte invernal del local, llena de parejitas), el bar de la esquina (donde poder comerte unas hamburguesas a las tres de la mañana, que para nosotros era la mitad de la noche) y la discoteca de las afueras (una novedad que abrió uno o dos años atrás y donde solíamos empezar la noche).

Esta discoteca de las afueras era totalmente exterior, pero tenía una zona cubierta para el invierno pero que el propietario decidió abrir, supongo que para hacer negocio y aprovechando que le compensaría hacerlo en un fin de semana largo, y dedicarlo a música española mientras reservaba el exterior para el techno, supongo. Acudí de cabeza con un amigo vasco (un tío la hostia de simpático) a la barra de la zona interior a dármelas de gran bebedor a mis escasos 17 años enseñándole lo que era un “cuá-cuá” (nada más y nada menos que Cointreau con Licor Cuarenta y Tres; una bomba de licores vaya) y echarnos unas risas mientras el resto del grupo se desperdigaba por la disco.

Y en estas estábamos cuando una conocida del grupo, una chica de Mérida más amiga de mi prima que mía me vino a preguntar si no íbamos a participar en el “Baile de la escoba”. Yo no tenía intención alguna, así que mientras esperaba que el camarero nos preparara los Cuá-Cuás le dije que no porque no tenía pareja. Me agarró del brazo y me dije algo así como “Pues ya la tienes, ven que te presente a mi hermana” y me dejé arrastrar con desgana, dejando atrás a mi amigo el vasco con dos vasos llenos en la mano. No caminé ni tres metros cuando vi a su hermana y, maldita sea, era como un Ángel... Me acerqué y todo me pareció que iba a cámara lenta a su alrededor: las luces de la disco, la gente bailando… todo mientras notaba que algo me atravesaba por dentro, de lado a lado (Y juro que aunque esto parezca un puñetero cliché de película romántica barata fue exactamente como lo sentí). Fue algo instantáneo y explosivo: un enamoramiento a la velocidad de la luz que jamás había sentido y que jamás volveré a sentir, supongo.

Ahora, con el transcurrir de los años y ciñéndome a lo que me chiva mi memoria, probablemente le podría sacar mil defectos a la muchacha, pero fue un momento absolutamente mágico para mí. Me la presentó y su nombre me quedó grabado a fuego en la memoria mientras yo apenas podía articular palabra, era tan tímida como preciosa y apenas intercambiamos palabras antes de que el concurso empezara.

Yo no podía creerme que me estuviera pasando esto, y pasé de la estupefacción al ataque de pánico. Lo solucioné haciéndome el valiente y dando una vuelta de más con la escoba cada vez que nos llegaba, hasta que logré que la música parara con ella en nuestras manos. Me encogí de hombros sonriéndola y mirándola mientras ella me devolvió la sonrisa, imagino que condescendientemente (“el imbécil este para qué da vueltas de más” debió pensar) y me separé lo justo para volver a sentirme cómodo.

Y hasta aquí ha llegado mi tostón por hoy, que me canso de teclear. Si a alguien le interesa que siga con la historia, por favor que comente; aunque lo más probable es que, de todas todas, la siga unilateralmente (sin contar con vuestro permiso y desahogarme aún más si cabe XD).
 
 

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