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Generalmente, cuando alguien se siente aquejado por alguna pena o dolor, se tiende a veces a consolarle diciéndole que seguro que habrá mucha otra gente que se encuentre en peores circunstancias. Clásica es a la sazón la parábola del hombre que se quejaba de verse obligado a comer raíces hasta que, volviendo la vista atrás, comprobó que otro le iba siguiendo comiéndose las que él desechaba por el camino. Algo así era, no me acuerdo muy bien. El caso es que cuando alguien percibe sobre sus carnes las dentelladas de la tristeza, provengan estas de las fauces que sea, siempre habrá otro que le recuerde a aquel amigo común que murió de cáncer de páncreas, o al otro al que atropelló un coche en un paso de cebra y lo dejó paralítico, o aquel tercero que perdió su trabajo después de más de treinta años en la empresa, o, ya que estamos en un foro centrado en el amor, al que asimismo fue dejado por su pareja sin darle explicación alguna. Y del mismo modo, también si un día, ante una copa de vino, el líquido rojo refleja la imagen de ese amigo de la infancia que hizo una gran fortuna y desapareció para siempre de tu vida, podrá haber alguien a tu lado que te recuerde la extrema pobreza de los niños liberianos o ruandeses, rodeados de miseria, moscas, hambre y muerte. Sí, siempre habrá alguien que esté peor.
Admito que también yo suelo recurrir a similares argumentos a la hora de intentar elevar la moral de la gente a la que aprecio: que si hay muchas personas sumidas en la miseria, que si enfermos aquejados de dolencias malísimas, que si desgraciados eternos, que si innumerables víctimas del desamor. Sin embargo, reconozco igualmente lo inevitable que en los momentos de bajón resulta reflexionar sobre nuestra propia existencia y de algún modo terminar comparándola con la felicidad ajena, con esas personas que conocemos o que de algún modo se cruzaron en nuestro camino y a las que no pareciera sino que la fortuna hubiese sonreído en todo momento y fueran perennemente felices. Ya digo, es inevitable, por más que no tenga que ser necesariamente una comparación asentada sobre la envidia, al menos no sobre la envidia insana, sino sobre ese deseo, ¡tan humano!, de en algún momento llegar a ser como ellos.
Se trata en definitiva de las inevitables comparaciones, tanto por arriba como por abajo
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